Los temas más recurrentes sobre La Guajira en los medios nacionales son los alcaldes y gobernadores que han pasado por los juzgados, el contrabando, la pobreza en la que vive gran parte del pueblo wayuu y algunos escándalos en contrataciones, como el caso reciente de la represa del río Ranchería. Pero, según los guajiros, esos medios nacionales, así como el poder de Bogotá, no reflejan los verdaderos problemas locales.
“La prensa bogotana hace ver al guajiro como un bandido”, alega Marcos Seligman, un riohachero de 62 años que administra el hotel familiar, sin justificar los casos de corrupción que ha habido en el departamento.
Aunque hay más antecesores investigados o detenidos, La Guajira ha tenido ocho gobernadores en los últimos diez años: Jorge Pérez, libre por vencimiento de términos tras una acusación por irregularidades en la contratación de varias obras; Kiko Gómez, condenado a 55 años de prisión por homicidio; José María Ballesteros, investigado por supuesto peculado en un contrato para el control del dengue; Oneida Pinto, también libre por vencimiento de términos tras un proceso por un convenio para disminuir la desnutrición en el municipio de Albania; Wilmer González, en prisión preventiva ante las investigaciones en su contra por corrupción en su campaña, y, por el camino, los encargados Jorge Enrique Vélez, Weildler Guerra y la actual gobernadora, Tania María Buitrago.
Esa situación ha afectado, entre otras, el ritmo de la economía, pues la Gobernación es la principal empleadora junto con la Universidad de La Guajira en un departamento que tiene más de un millón de habitantes.
“Somos muy folclóricos con la disciplina en las instituciones”, apunta Blas Núñez, ingeniero industrial y profesor de Uniguajira que ha asesorado en temas de calidad a instituciones públicas y privadas. Para Núñez, de 38 años y magíster en Sistemas de Gestión, trabajar con instituciones públicas es difícil: “Siempre preguntan ‘¿de qué grupo político viene?’”.
Ese supuesto folclor no sólo se ve en la transparencia o la disciplina de los funcionarios, sino en contrastes como el de la fila de camionetas blindadas sobre la Avenida Primera de Riohacha, frente al deteriorado edificio de la Lotería de La Guajira, que acoge a la Asamblea Departamental en el segundo piso (y a la Contraloría General de la República en el cuarto) y que ya ha sido evacuado por insalubridad.
“Es una crisis institucional”, afirma Betty Martínez, directora del Diario del Norte, quien cree que esa crisis “ha dividido más” al departamento y ha movido el voto de opinión, llegando a darle la victoria a Gustavo Petro en la primera vuelta de las pasadas elecciones presidenciales. Para la periodista, “la gente ha ido despertando y ha ido castigando a los políticos tradicionales”.
Petro, que obtuvo el 43,07 % de los votos del departamento en la primera vuelta, tuvo el apoyo de sindicatos como el de los docentes y el del carbón, Sintracarbón, que incluso le cedió su parqueadero para la campaña. En la segunda vuelta, la clase política tradicional de La Guajira se sumó a Iván Duque, que ganó allí con el 49,89 % de la votación, frente al 48,45 % del candidato de la Colombia Humana.
Idelfonso Medina, diputado de la Asamblea de la Guajira por el Partido Liberal, opina que la victoria de Petro también fue un voto castigo contra las grandes familias políticas de la región, pero, de fondo, un voto “contra el sistema, que Santos y Vargas Lleras representan para los guajiros”.
La victoria inicial de Petro en un departamento tradicionalmente conservador sigue un deseo de cambio que se manifestó con los triunfos en su momento de Horacio Serpa y Carlos Gaviria, pero confirmando la tendencia de que, en las elecciones presidenciales, la abstención en la Alta Guajira es muy superior a la del resto del departamento: mientras que en el sur la abstención sólo superó el 60% en el municipio de Dibulla en ambas vueltas, en la Alta Guajira rondó el 80% en Manaure y en Uribia (donde hay más de 100.000 personas habilitadas para votar), y el 70% en Maicao en las dos votaciones.
Sin embargo, en las elecciones de marzo al Congreso, en las que los protagonistas del departamento fueron los partidos de la U y Conservador de los representantes Alfredo Deluque y Maria Cristina Soto, la diferencia en los porcentajes de abstención entre ambas mitades del departamento no había sido tan drástica.
Lejos de cualquier especulación, para algunos, como el propio Medina, la explicación de esa diferencia es una tradición clara: “Las presidenciales son unas elecciones donde las maquinarias casi no operan, y la gente se mueve más ahí por el voto de opinión que por el voto que manejan las castas políticas, entonces es lógica la abstención”.
Para Sandra Guerrero, periodista del diario local Al Día y corresponsal de El Heraldo, los candidatos presidenciales no suelen ir hasta la zona extrema de la Alta Guajira porque concentrar a la gente allí es “difícil, por lo dispersos que viven los wayuu”, que son mayoría en los municipios del norte.
Guerrero cubrió la primera vuelta en varias zonas apartadas de la parte alta del departamento, desde donde destacó que la alta abstención en la punta de la península se había dado sobre todo por la “incomunicación” y el “olvido estatal”: de acuerdo con la crónica, hasta allá sólo llega una emisora, la señal de televisión es venezolana, la de celular es deficiente e instituciones como la Registraduría se limitan al casco urbano de Uribia.
La línea delgada entre los gastos de campaña y la compra de votos
Los wayuu suelen aparecer en los medios nacionales en periodo electoral por los escándalos de compra de votos en los que políticos de la región se ven involucrados, o en los últimos años porque la falta de suministros y la sequía han llevado a la muerte a muchos de ellos, incluyendo niños y ancianos, por hambre y sed.
Realidades como la necesidad de votos por parte de los candidatos, la falta de condiciones de vida dignas del pueblo wayuu o el contraste (e incomprensión) cultural han condicionado las relaciones del departamento y las instituciones con los propios wayuu (quienes junto a los kogui, arhuaco y wiwa eran el 44% de los guajiros según el censo de 2005, último antes del actual, aún sin resultados).
Un ejemplo es el tópico de que, elección tras elección, se les compra el voto con dinero, con alimentos o chivos, cuya carne forma parte de su dieta básica (y de la gastronomía típica de La Guajira).
Según Betty Martínez, una cuestión clave en esa relación entre los políticos y los wayuu está en que, como para las elecciones presidenciales casi no se les busca, pero para las legislativas y territoriales sí, hay quienes por tradición “atienden necesidades” más allá de la época electoral. “Hay una relación que dura en el tiempo”, aclara, y menciona que su propio padre hizo varias labores con temas de salud.
Por su parte, Martha Peralta, abogada wayuu y presidenta nacional del Movimiento Alternativo Indígena y Social (MAIS), denuncia que la cuestión electoral, sobre todo en la Alta Guajira, es “moverse en un río de politiquería”, aunque admite que en los clanes hay líderes que tienen relación con distintos políticos: “Es cierto que han sido aliados de las familias políticas... Primero hay ayudas de algunos políticos, y como respuesta hay un respaldo en votos”.
Como las necesidades del pueblo wayuu son permanentes, la atención a veces es similar en la práctica al apoyo que se les da cuando hay elecciones: mercados comúnmente y la alimentación del día cuando hay que votar.
En ese sentido, para Idelfonso Medina hay “una hipocresía de creer que el voto no cuesta”.
“Claro que el voto cuesta”, asegura. El diputado, quien renunció en junio a la presidencia de la Asamblea porque, admite, quiere lanzarse a la Gobernación, opina que la captación del voto wayuu es similar a la que se da en otras partes del país, donde se han visto desde vehículos hasta tamales y panela con imágenes de candidatos y partidos políticos: “Para que ejerzan su derecho al voto se necesita una logística, y dentro de esa logística hay un gasto de dinero comprendido en alimentación, transporte y estadía de esa gente en alguna parte”. Eso, en un contexto en el que ir desde las rancherías dispersas hasta los puestos de votación puede tomar hasta cinco o seis horas.
Esas dinámicas proselitistas a escala regional se han consolidado, entre otras razones, por la desatención histórica de los Gobiernos hacia las zonas apartadas y las minorías étnicas: por ejemplo, apenas en la Constitución de 1991 (que había contado con dos indígenas entre sus setenta constituyentes) se reconoció el carácter multiétnico del país; en el censo de 1993 se incluyó un formulario de pertenencia étnica, en un primer intento de aplicar el cambio, y para el del 2005 se profundizó el proceso de consulta a las comunidades indígenas, afro, raizal, palenquera y rom.
En el contexto del conflicto armado, por medio de un decreto de la Ley 1448 de 2011, el DANE introdujo el Enfoque diferencial para pueblos y comunidades indígenas víctimas, para “avanzar en la protección y garantía de los derechos de las víctimas que pertenecen a los grupos étnicos”.
Esa medida para reparar con mayor acierto a estas víctimas se extendió a otros procedimientos, como el censo de este año, que pretende ser incluyente con su “enfoque diferencial étnico” a través de preguntas y atenciones específicas luego de un trabajo conjunto con representantes de cada minoría étnica, y así tratar de contrarrestar la deuda histórica de la Nación con algunas comunidades y zonas del país.
“Si La Guajira no tuviera sus riquezas, no importaría”
Jairo Aguilar ha vivido toda su vida en la misma casa de la Calle Ancha, en la capital guajira, y sería un vecino más si no hubiera sido gobernador del departamento en tiempos de Virgilio Barco (1986-1987) y el primer alcalde de Riohacha elegido por voto popular (1988-1990). Para él, más que la corrupción, el problema de fondo de La Guajira es el centralismo, que califica de “asfixiante” e “irresponsable”.
Desde su experiencia, “no hay contrato en La Guajira sin que Bogotá no pique”. Según Aguilar, siendo gobernador, mientras casi no le prestaban atención cuando viajaba a Bogotá a tratar de impulsar proyectos para el departamento, desde la capital de la República lo presionaban para nombrar a funcionarios puntuales o adjudicar contratos a dedo a cambio de recibir recursos para distintas obras.
“El estado calamitoso de La Guajira es histórico”, reflexiona quien también fuera rector de la Universidad de La Guajira entre 1984 y 1986. Aguilar, economista de la Universidad Nacional, asegura que el crecimiento económico que ha habido en la península desde la bonanza minera en los años 80 no se ha visto correspondido con desarrollo socioeconómico.
Ante esa supuesta incongruencia, las regalías son el tema principal. Pero las regalías, recuerda Aguilar, “son compensaciones, no regalos, y siempre se han controlado desde Bogotá”.
En esa línea, Adolfo Meisel, rector de la Universidad del Norte y excodirector del Banco de la República, publicó en 2007 La Guajira y el mito de las regalías redentoras, un estudio en el que hace un repaso histórico a la estructura económica del departamento y en el que muestra que, así como en el pasado el contrabando o la bonanza marimbera no le dieron prosperidad a los guajiros, la situación no ha cambiado con el protagonismo de la minería (y en particular del carbón), que en 2017 representó el 39,5 % del PIB del departamento, según el DANE.
De acuerdo con el documento, si bien entre 1980 y los primeros años del siglo actual el PIB per cápita de La Guajira creció en mayor medida que el nacional, los datos pueden engañar porque eso fue “casi exclusivamente como resultado del crecimiento minero, el cual tiene encadenamientos limitados (...) con el resto de los sectores productivos”, con lo cual los beneficios que genera no llegan a gran parte de la población.
Pero además del fomento de la corrupción y el manejo de las regalías, Aguilar sostiene que el centralismo histórico se ha traducido ante todo en el olvido de la península por parte de los distintos Gobiernos: “Si La Guajira no tuviera sus riquezas, no importaría”, asegura.
De acuerdo con datos de 2017 del DANE, que recoge información de 23 departamentos, La Guajira tiene algunos de los peores indicadores sociales y económicos, con excepciones como el aumento de matrículas escolares entre 2016 y 2017, con un 6%, el segundo más alto del país. Incluso un dato como la tasa de desempleo del 6,5%, sólo superado por el 6,4% de Bolívar, está opacado por una tasa de informalidad de más del 60%, potenciada por la llegada masiva de venezolanos, muchos de ellos en constante ida y venida para llevar algo de dinero al país vecino.
Todavía no hay candidatos oficiales a la Gobernación, aunque suenan Idelfonso Medina, el conservador Nemesio Roys, exdirector del Departamento para la Prosperidad Social, y Luis Gómez Pimienta, exmiembro del M-19 y viceministro de Salud en tiempos de César Gaviria. Quien llegue en 2019 al cargo, junto con los nuevos diputados, alcaldes y concejales, se va a encontrar con 1,77 billones de pesos del Conpes para el “desarrollo integral” de La Guajira que el expresidente Santos aprobó en sus últimos días de gobierno. Con la ejecución de ese presupuesto se busca, en teoría, fortalecer la institucionalidad, mejorar el acceso a los servicios básicos, aumentar la productividad del comercio y del sector agropecuario y atender a las necesidades de los grupos indígenas.
Al mismo tiempo, los futuros cargos electos van a estar al frente de un departamento en el que la población volvió a dar un aviso de inconformidad a la política tradicional en las últimas elecciones, y en el que si bien la corrupción parece estar “asumida y legitimada”, en palabras de Betty Martínez, esos mecanismos no parecen muy distintos a los del resto del país, e incluso llegan a relacionarse.
Para Marcos Seligman, que lo habla con los huéspedes de su hotel, en La Guajira “se eligen unos u otros y la cosa no cambia”. Aparte del olvido y la incomprensión del Estado como trasfondo, opina, como Jairo Aguilar, que el problema de los guajiros es cultural: “No se trata de cambiar a los políticos, sino de cambiar nosotros”.